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Por Emilio Rodríguez García

Endogamia digital


Lo que está ocurriendo con la inteligencia artificial de Google es algo bastante curioso. Me refiero a esas respuestas que nos da el buscador en la primera posición -las hayamos pedido o no- y que son generadas de manera automática. Durante años, el buscador fue desplazando poco a poco a los medios de comunicación, a otros competidores y a los creadores de contenido para conseguir ser la principal fuente de referencia en Internet. Ahora, parece iniciar una nueva fase: empieza a competir consigo mismo. Que Dios les asista, porque me recuerda al chiste del portaaviones americano contra el faro gallego.

La paradoja es evidente. El buscador más usado del planeta está contaminando la misma fuente de credibilidad que le dio sentido. Aquello que antes era un escaparate de la web abierta -y donde los usuarios podíamos elegir el mejor enlace- se está convirtiendo en un espacio cada vez más cerrado, donde la información llega ya procesada, resumida y servida con la autoridad implícita de quien la presenta. Y creedme si os digo que falla tanto o más que la escopeta de las ferias de la Aldehuela.

El problema no es que la inteligencia artificial se equivoque -toda tecnología aprende a base de errores-, sino que Google la ofrece como una verdad preprocesada. Cuando el usuario deja de contrastar, la autoridad deja de estar en la información y pasa al formato. Y en un ecosistema basado en la confianza, eso es un terremoto silencioso. Y si no, al tiempo.

La llamada democratización del conocimiento corre el riesgo de transformarse en una recentralización encubierta. Si Google canibaliza los resultados, tendremos menos diversidad de fuentes, menos tráfico para webs independientes y, en última instancia, menos pluralidad. Un monopolio cognitivo disfrazado de eficiencia. Todo lo contrario a lo que ha sido, hasta ahora, la esencia de Internet. Caminamos hacia un escenario donde unas pocas voces gestionarán las verdades que imponga Google. 

El buscador que se fundó para organizar la información del mundo ahora la sintetiza, pero a costa de su precisión. Quizá se está adaptando a las nuevas generaciones y su necesidad imperiosa de obtener información de manera simple y rápida. Y para esto no hay atajos. Amigos, los que hemos tenido que colgar y descolgar tomos de la enciclopedia de la estantería del salón, sabemos de lo que hablamos.

Y lo peor de toda esta situación es que la línea que separa la asistencia de la manipulación se vuelve cada vez más difusa cuando quien resume también decide qué merece ser leído. Si cada vez menos gente puede enviar contenidos a Google, las respuestas serán endogámicas, como los Borbones. Y posiblemente yo me quede sin trabajo como SEO, o quizá me haga más indispensable que nunca. Quién sabe cómo se adaptarán las empresas a esta nueva situación.

Ha llegado el momento de recordar que la inteligencia artificial no es neutral. Que el progreso no consiste solo en automatizar la información, sino en hacerlo con transparencia. Sin esa claridad, el riesgo no es solo desinformar: es que acabemos confiando más en el formato que en el contenido. Y eso, en una era definida por los datos, sería el mayor de los contrasentidos.