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Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

El atentado del Liceo


A pesar del tiempo transcurrido, en Barcelona aún existe memoria de un día aciago en su historia, el 7 de noviembre de 1893, cuando una bomba hacía explosión en el Teatro del Liceo, causando numerosas víctimas y conmocionando a la sociedad catalana. El suceso tuvo enorme repercusión mediática, nacional e internacional.

El anarquista Santiago Salvador Franch había elegido para su destructiva acción un momento de máxima afluencia a las emblemáticas instalaciones: al inaugurarse como cada otoño la temporada de ópera, era noche de estreno, con la representación de Guillermo Tell, de Rossini. A pesar de la copiosa lluvia, el aforo estaba completo, y asistían al evento las personalidades más destacadas de la ciudad. El variado público del coliseo de Las Ramblas reflejaba la composición social de la época, en un momento de tensión entre clases: la alta burguesía y la aristocracia ocupaban la platea o palcos en propiedad, mientras en los pisos superiores se daban cita la pequeña burguesía y la clase trabajadora. Pese a esta diversidad de espectadores, el activista, en el juicio, afirmó que su objetivo era sembrar el terror entre la burguesía, incardinándose en un contexto temporal en que corrientes anarquistas apoyaban lo que denominaban acción directa o propaganda por el hecho, como forma de combatir a las clases dominantes.

Salvador Franch no tuvo dificultad en acceder al recinto con dos bombas camufladas, del tipo conocido como Orsini, por el apellido de su inventor, un revolucionario italiano que la usó contra el emperador francés Napoleón III precisamente cuando este se dirigía a presenciar la misma ópera, Guillermo Tell. Los artefactos, esféricos y del tamaño de una naranja, pesaban unos tres kg cada uno, y contaban con puntas que sobresalían por toda su superficie y activaban el explosivo con el contacto. Permitían fabricarse de manera casera y sencilla, siguiendo las instrucciones de manuales anarquistas, por lo que fueron usadas ampliamente en actos violentos, como en 1906 contra Alfonso XIII el día de su boda.

Aquel 7 de noviembre de 1893, iniciado el segundo acto, sobre las 22.15 horas, cantando la soprano Virginia Bameri, Santiago Salvador lanzó las dos bombas desde la barandilla del quinto piso contra el patio de butacas del Gran Teatro del Liceo. En la vista, Salvador confesó que eligió este momento de la representación buscando que al teatro se hubieran incorporado ya incluso los rezagados.

La primera explotó en la fila 13 de platea, mientras que la segunda habría ido a parar a la falda de una de las víctimas, la señora Cardellach, cuñada del procurador barcelonés Guardiola, lo que amortiguó el golpe y frustró su detonación. Se encontraría más tarde debajo de una de las butacas de la fila 17.

Pero el artefacto que estalló tuvo un efecto devastador: 20 personas murieron y se contabilizaron 27 heridos. La policía cerró las puertas del Liceo para localizar al terrorista. Aunque Santiago Salvador quedó retenido junto al resto, logró huir cuando los agentes dedujeron que había desaparecido y desmontaron el operativo. Varios médicos que estaban en el teatro, como Luis Sánchez, del batallón cazadores de Figueras, auxiliaron a los afectados. Los heridos, en función de su gravedad, fueron evacuados a la Casa de Socorro de la calle Barbará o curados en las farmacias cercanas de los doctores Genové y Andreu. Acudieron el general Martínez Campos, el gobernador civil y el alcalde, así como sacerdotes a administrar la extrema unción. Entre la confusión y el pánico, se produjeron robos de relojes y joyas.

En atención a la excepcionalidad de las circunstancias, el gobierno suprimió las garantías constitucionales en la provincia de Barcelona. Alarmaba el salto cualitativo, pues ya no era un ataque selectivo contra un representante del Estado, sino que había alcanzado a personas anónimas. Entre las filas anarquistas se criticó la agresión del Liceo por ser indiscriminada; La Vanguardia al día siguiente la calificó de 'salvaje y miserable'. Murieron diez chicas jóvenes, pues aquel día varias celebraban su puesta de largo, con vestidos blancos.

Pio Baroja, en su novela de 1905 Aurora roja, describía así el hecho: "La cosa era terrible; me pareció que había cuarenta o cincuenta muertos. Bajé a las butacas. Aquello era imponente; en el teatro, grande, lleno de luz, se veían los cuerpos rígidos con la cabeza abierta, llenos de sangre; otros, estaban dando las últimas boqueadas. Había heridos gritando y la mar de señoras desmayadas, y una niña de diez o doce años muerta. Algunos músicos de la orquesta, vestidos de frac, con la pechera blanca empapada en sangre, ayudaban a trasladar los heridos". E Ignacio Agustí, en su obra literaria de 1943 Mariona Rebull, ficcionaliza la muerte de la protagonista en ese mismo atentado.

En el funeral por las víctimas, el 9 de noviembre, Barcelona entera se volcó. Se cerraron las tiendas, y en la Rambla las farolas se envolvieron con lazos negros y el paseo se llenó de arena para facilitar el tránsito de las caballerías. En el juicio, Salvador declaró que había pedido a Cerezuela bombas para tirarlas ese día a las autoridades asistentes al cortejo fúnebre, pero aquel se negó.

Tras el siniestro, se suspendió la temporada de ópera y hasta el 18 de enero de 1894 no se reanudó la actividad con una serie de conciertos dirigidos por Antoni Nicolau. No volvió a ofrecerse ópera hasta la inauguración de la siguiente temporada, en diciembre, más tarde que de costumbre. Costó ver el teatro lleno de nuevo. Durante unos años, las butacas que habían ocupado las víctimas mortales se dejaron vacías. Guillermo Tell no volvió a ser representada allí hasta 32 años después.

Semanas antes del atentado, el 24 de septiembre de 1893, el anarquista Paulino Pallás Latorre había intentado asesinar en la Gran Vía de Barcelona al general Arsenio Martínez-Campos, también con una Orsini. Pallás fue condenado a la pena capital, siendo fusilado el 6 de octubre de 1893. Sus últimas palabras fueron una loa a la anarquía y una amenaza de una terrible venganza.

Tras lo ocurrido en el Liceo, el general Martínez Campos envió un telegrama al ministro de la Guerra, José López Domínguez, vinculando esta acción terrorista con la que él había sufrido: entendía que los anarquistas habían cumplido sus amenazas, y le solicitaba leyes represivas.

260 anarquistas fueron arrestados, desbordando la capacidad penitenciaria y debiendo habilitar el buque Navarra como prisión. Los 23 principales sospechosos fueron recluidos en el castillo de Montjuic.

A mediados de diciembre, José Codina Juncá, un cerrajero de 21 años, fue presentado a la opinión pública como autor confeso de la matanza del Liceo y otros nueve anarquistas fueron acusados de estar implicados. Pero el 2 de enero de 1894 la detención de Santiago Salvador, sin antecedentes penales, que admitió su autoría y actuar en solitario, pareció respaldar las denuncias de torturas para conseguir las confesiones.

Fue capturado en casa de su primo Julio Sancho, en la calle San Ildefonso, 23, 2º de Zaragoza. Dicen que intentó suicidarse de un tiro, y también que trató de beberse un líquido en un frasco, siendo impedido por la policía. Era un veneno que le habría sido proporcionado por Cerezuela por si era atrapado. Ante las fuerzas del orden, gritó: "Soy anarquista. Mueran los burgueses. Viva la anarquía".

Santiago Salvador provenía de una familia carlista de campesinos acomodados del municipio turolense de Castelserás, en el Bajo Aragón, en la que el padre maltrataba a su esposa, hubo varios suicidios y tendencia a la depresión. A los 13 años, Santiago trató de disparar a su padre, abandonando para siempre el domicilio familiar. El padre acabaría por arruinarse, y extorsionó a los pudientes de la zona exigiéndoles cantidades. Terminaría sus días abatido por la Guardia Civil.

Santiago, con 16 años, se afincó en Barcelona durante un trienio, aunque no la convertiría en su residencia definitiva hasta casarse. Fue tabernero y jornalero y entró en contacto con doctrinas anarquistas violentas.

En los meses previos al atentado residió en Valencia y tuvo problemas con su casero, lo que le ocasionó una detención por enfrentarse a un guardia municipal, siendo torturado según algunas fuentes, lo que de pura rabia le llevaría a cometer tal carnicería.

El gobierno liberal de Sagasta aprobó la primera ley antiterrorista de España, de 10 de julio de 1894, que castigaba los ataques con explosivos, con penas de cadena perpetua o muerte si causaban daños a las personas. Pero como su promulgación fue solo un día antes de la celebración del juicio del Liceo, fiscal y juez debieron calificar los hechos como delito de estragos, único vigente en el Código Penal de 1870 de aplicación.

Las autoridades, buscando un castigo ejemplar para los anarquistas, reabrieron la causa por la tentativa de magnicidio contra el general Martínez Campos (en la jurisdicción militar, en atención a su condición de tal) y los encausados por el Liceo pasaron a serlo como cómplices del atentado de Pallás. Este extremo no quedaba claro, al contrario que sus relaciones con Salvador: tras la masacre, estuvo escondido unos días en casa de Jaime Sogas, y después salió de Barcelona en dirección a Barbastro acompañado por Mariano Cerezuela y José Codina. Los había conocido en reuniones políticas en la cervecería de la calle Diputación.

Un Consejo de Guerra sentenció a la pena capital a seis de los acusados, Codina, Cerezuela, Archs, Sabat, Bernat y Sogas, y el resto fueron condenados a cadena perpetua. La ejecución ante un pelotón de fusilamiento tuvo lugar el 21 de mayo de 1894.

Santiago Salvador, juzgado por la jurisdicción ordinaria, fue condenado a muerte, pero se absolvió a los restantes procesados del Liceo por falta de pruebas. El fiscal, en su exposición, calificó de 'fiera' a Salvador y dijo: "¿Quieren guerra esos señores? pues a defenderse".

Salvador fue ejecutado por garrote vil el 21 de noviembre de 1894 en el patio de Cordeleros, junto a la desaparecida prisión Reina Amalia de Barcelona, donde hoy se ubica la plaza Folch y Torres, por el verdugo Nicomedes Méndez López. De treinta años (la misma edad que Pallás cuando es ajusticiado), estaba casado con Antonia Colom y tenía una hija de corta edad, María. Ramón Casas es autor del cuadro contemporáneo 'Garrote vil', que algunos estudiosos sostienen refleja la ejecución de Salvador Franch.

En la cárcel barcelonesa, Salvador en apariencia se transformó: comulgaba y confesaba a diario, tenía imágenes en su celda y leía a Balmes. Podría haber fingido arrepentimiento como estrategia para minimizar su pena, llegando a abjurar de los principios anarquistas, pues en el último momento, reafirmó sus ideales y se negó a recibir los sacramentos. Al subir al patíbulo, gritó: "¡Viva la revolución social! ¡Mueran las religiones todas! ¡Viva la anarquía!".

El artista Santiago Rusiñol, presente en el juicio del Liceo celebrado el 11 de julio de 1894 en la Audiencia Provincial con Jurado popular, dibujó a carboncillo la cabeza de 28 encausados. Inicialmente llamó a la obra 'Retrato de anarquistas presos con motivo de las bombas del Teatro del Liceo', adoptando después el título: 'Cabezas de anarquistas'. Están en el Museo del Cau Ferrat de Sitges, fundado por él el año del atentado. La mujer de Rusiñol, Luisa, de quien estaba separado entonces, y su hermano Albert, estaban entre los heridos en el suceso.

El paradero de la bomba Orsini que no explotó en el Liceo ha generado diversas hipótesis: una vez desactivada, podría ser la del Museo de Historia de Barcelona, estar en poder de la nieta del magistrado Agustín Moreno Escribano, presidente del tribunal que juzgó a Santiago Salvador o ser la expuesta en el Museo de la Policía de Ávila.

El arquitecto Antoni Gaudí, influenciado por los acontecimientos recientes, incluyó en el Portal del Rosario de la Sagrada Familia el grupo escultórico Tentación del hombre, en el que una figura diabólica entrega una bomba Orsini a un joven, obra de Llorenç Matamala terminada en 1897. Gaudí, firme creyente, concibió la Sagrada Familia como templo expiatorio, para redimir los pecados del ser humano. El artefacto quedaba así unido a perpetuidad al patrimonio de la Ciudad Condal.