beta
secondary logo
 

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

Los niños de Murillo


El insigne pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo pobló sus lienzos de niños, mostrándolos en contextos y escenas muy diferentes, pero todos ellos en actitudes tan reales y rezumantes de vida, que convierten al artista en uno de los grandes retratistas de la infancia de todos los tiempos. Más allá del innegable logro pictórico que esto supone, conocer ciertos episodios de la biografía del maestro dota a este motivo recurrente de una perspectiva muy honda y tremendamente humana, cuyo descubrimiento cambia la percepción del espectador para siempre.

Bartolomé Esteban Murillo nació en la capital hispalense en una fecha desconocida de finales del mes de diciembre de 1617, existiendo prueba documental de que fue bautizado en la iglesia de Santa María Magdalena de Sevilla el 1 de enero de 1618. Era el menor de los 14 hijos habidos en el matrimonio del barbero-cirujano Gaspar Esteban con María Pérez Murillo.

Los primeros años del pintor transcurrieron de manera apacible, en un hogar con una posición económica holgada, y en un ambiente feliz de juegos despreocupados del que gozaba la numerosa prole de hermanos, de edades aún tiernas. Pero la desgracia vino de pronto a cebarse con la familia, produciéndose la muerte del padre en 1627 y la de la madre apenas unos meses después, ya en 1628. Los menores, al quedar desamparados en una época sin provisión de las administraciones para esos casos, hubieron de separarse y encontrar acomodo como pudieron en diferentes casas de su círculo más cercano.

Bartolomé tuvo suerte en medio del infortunio, pues fue acogido por su hermana mayor, Ana, con quien mediaba la suficiente diferencia de edad como para que ya hubiera contraído matrimonio y tuviera su propio hogar. Su marido, Juan Agustín de Lagares, era un hombre bueno que en lo sucesivo trataría al artista igual que a sus propios hijos, quienes se convirtieron así en una suerte de hermanos y compañeros de crianza de Bartolomé en su segunda etapa de infancia.

El talento artístico del joven se manifestó muy pronto, y apenas siendo un veinteañero, recibió la primera encomienda importante de su carrera: un ciclo de 11 lienzos de grandes proporciones para el claustro chico del relevante cenobio de San Francisco de Sevilla, cuya confección le ocuparía de 1644 a 1646. El Convento Casa Grande de los franciscanos, que era la iglesia hispalense más grande tras la catedral, desafortunadamente ha desaparecido del panorama urbano hoy; estaba situado en el solar donde actualmente se ubica la Plaza Nueva. Las pinturas de ese encargo inicial fueron sustraídas durante la invasión napoleónica y dispersadas por pinacotecas de todo el mundo.

La maestría compositiva que el artífice demostró en esa obra lo consagró ante la opinión pública de la capital andaluza, y fue el comienzo de su estable clientela, su reconocido prestigio y su desahogada situación, que le bendecirían para la posteridad. Desde el principio, utilizó para darse a conocer y firmar su producción el segundo apellido de su madre, Murillo, por ser más infrecuente, aprovechando la libertad de elección del orden de los apellidos propia de los usos de la época.

Justo en ese momento inaugural de su fama, el pintor contrajo matrimonio en la misma iglesia donde fue cristianado, la parroquia de la Magdalena, demolida por los invasores franceses en 1811. La celebración tuvo lugar el 26 de febrero de 1645, teniendo él cumplidos 27 años, algo tardío para los estándares de entonces. La elegida para compartir su destino era una joven casi cinco años menor que él, nacida en la localidad sevillana de Pilas, llamada Beatriz de Cabrera y Villalobos.

Los prolegómenos del enlace fueron muy desafortunados. Beatriz procedía de una saga acaudalada, y su padre ocupaba la alcaldía de su población natal. Pero, con 10 años, vio cómo la vida de este se apagaba, en trágica similitud a lo ocurrido a quien sería su marido. Año y medio después, su madre se volvió a casar, y en menos de un año alumbró un hijo. Sin embargo, el niño no trajo el proverbial pan bajo el brazo, bien al contrario. Casi simultáneamente, el padrastro fue encarcelado por deudas, tras haber malgastado la herencia del progenitor de Beatriz. La familia atravesaría un largo desierto de penurias e idas y venidas a prisión. Para escapar de la dramática situación, con 19 años, Beatriz se trasladó a vivir a Sevilla, a casa de su tío, el orfebre Tomás de Villalobos, en la collación de la Magdalena.

Por vecindad, Villalobos conocía a Murillo desde que era niño, igual que a su parentela, y con toda probabilidad fue él quien concertó las nupcias entre el prometedor artista y su sobrina sin consultar a esta, pues las mujeres en ese siglo no tenían voz propia en asuntos de esta índole, que se consideraban de la incumbencia del entero linaje, no estrictamente personales. La madre de Beatriz había muerto apenas un mes antes del desposorio. Cuando, siguiendo el procedimiento, el fiscal preguntó a Beatriz a solas si se casaba por su voluntad, ella, llorosa, lo negó, diciendo que la forzaban. En consecuencia, el fiscal dejó en suspenso la concesión de la licencia matrimonial mientras ella no cambiase de parecer. Se la recluyó en casa de una viuda para que reflexionara sin recibir presiones de sus allegados, y transcurridos seis días, mudó de opinión y solicitó pasar por el altar. La dote que recibió Murillo de su familia política fue generosa, dos mil ducados. Beatriz no pudo firmar los documentos, porque tristemente, como tantos contemporáneos, señaladamente de condición femenina, no sabía leer ni escribir.

La pareja tuvo una nutrida descendencia, diez vástagos. Los tres primeros fueron María (1646), José Felipe (1647) e Isabel Francisca (1648). Pero llegó el aciago año de 1649, con el advenimiento de una peste tan mortífera en Sevilla que aún ha quedado memoria de ella hasta el momento presente. La población de la ciudad se vio drásticamente reducida a menos de la mitad, sufriendo la merma más lacerante los colectivos más vulnerables como niños, enfermos y ancianos. Deducimos que Murillo y Beatriz vieron malograrse a sus tres hijos por la plaga, pues no se vuelve a tener noticias de ellos, y en el padrón de 1650 solo figura el recién nacido José Esteban.

El desgarro indescriptible tras tamaña desdicha, bastante común lamentablemente en un tiempo de intensa mortandad infantil, se acompañó muy pronto de otros semejantes. En 1651 venía al mundo Francisco Miguel, que perecía al año siguiente, y en 1653 Francisco Gaspar, que apenas sobrevivió dos años. A partir de ese momento, los siguientes retoños consiguieron superar su etapa infantil: en 1655 abría los ojos por primera vez Francisca María, sorda de nacimiento, en 1657 Gabriel y en 1661 Gaspar Esteban.

Es el parto de la décima hija, María, en diciembre de 1663, el que vendría a colmar el sino adverso de una existencia jalonada de desventuras para su progenie. Beatriz, de 41 años, no pudo recuperarse de las complicaciones sobrevenidas y fallecía pocos días después, justo cuando asomaba el año 1664, seguida de inmediato en su camino al más allá por la neonata.

Confortado por la presencia de los cuatro hijos que le quedaban, José, Francisca María, Gabriel y Gaspar, y volcado en su arte, Murillo se mantuvo viudo de por vida, los veinte años que aún tuvo por delante. Todavía le restaba el trago de ver morir a uno más de sus sucesores, José Esteban, que falleció en 1679, cuando aspiraba a ser sacerdote.

El pintor no volvió a casarse, en contra de lo que para la época sería más habitual en una persona de 46 años con pequeños a su cargo, especialmente en su caso, que por holgura económica y preeminencia social, le habría resultado muy sencillo hallar esposa y contraer una alianza ventajosa con alguna estirpe influyente. Todo apunta a que, a pesar de los comienzos accidentados, el enlace con Beatriz había colmado suficientemente sus aspiraciones emocionales y vitales.

En 1660, junto con Francisco de Herrera el Mozo, el artista fundó y fue el primer presidente de una academia de dibujo y pintura en las casas de La Lonja, pionera de las españolas de su clase, donde se formarían los principales creadores sevillanos.

Un malhadado día, Murillo se encontraba realizando el retablo del altar mayor del convento de los Capuchinos de Cádiz, obra de grandes dimensiones que requería un andamio para ejecutar las partes superiores. Estando subido a una altura de unos cuatro metros, pintando los Desposorios Místicos de Santa Catalina, cayó, lo que provocó su muerte pero no en el acto, sino días después, el 3 de abril de 1682, a los 64 años.

Siempre ha circulado una tradición oral de que en su juventud, una mujer leyó la mano a Murillo augurándole que moriría en una boda. De alguna manera, vista la temática del lienzo que perfilaba al ocurrir el percance, la profecía se habría cumplido. El encargado de terminar el retablo inconcluso sería uno de sus discípulos, Francisco Meneses Osorio.

Su última voluntad fue que se le enterrase en su parroquia de Santa Cruz, desaparecida durante la ocupación francesa, y su solar lo ocupa actualmente la plaza de Santa Cruz, en cuyo subsuelo, en lugar ignorado, reposa el pintor. Para la sepultura habría elegido una capilla presidida por la tabla del Descendimiento de Pedro de Campaña, hoy en la sacristía mayor de la catedral, y que el artista admiraba tanto, que gustaba de contemplarla en silencio durante largo rato. Si acaso le preguntaban qué hacía durante ese ensimismamiento, solía responder que esperaba bajasen de la cruz a Cristo.

Respecto a los tres hijos que le sobrevivieron, Francisca María profesó en 1671 en el convento de dominicas de la Madre de Dios con el nombre en religión de Francisca de Santa Rosa, falleciendo en 1710. Un año antes lo hacía Gaspar Esteban, quien llegó a ser canónigo de la catedral hispalense. Gabriel zarpó a las Indias en 1678, donde fue corregidor, muriendo en 1700 en Bogotá. Allí había contraído matrimonio con Antonia López Nieto, de quien tuvo una hija llamada María, irónicamente la única descendiente del pintor en la siguiente generación, a pesar de haber engendrado una decena de criaturas.

Murillo podría cerrar los ojos y fácilmente representarse niños: sus hermanos con quienes vivió esos años imborrables de la primera infancia, la verdadera patria del ser humano; sus sobrinos, en aquel cálido hogar de acogida; sus propios hijos, apenas latiendo un breve lapso y siéndole arrebatados ante su impotencia. Y los niños de la calle, huérfanos y olvidados, que no obstante para el genio se revelaban esenciales y comprendidos por su enfoque lleno de empatía y ternura, en una Sevilla que tras la peste estaba sumida en la miseria, y que en 1652 soportó los incidentes del Motín de la Feria o del Pan, un levantamiento popular generado por la grave carestía de los productos de primera necesidad tras la escasez de cosechas, así como por la devaluación de la moneda.

Los niños aparecen en innumerables óleos de Murillo, que además de ser el gran pintor de las Inmaculadas, también lo es el de los pequeños, un tema fundamental de su producción. Son angelitos en escenas religiosas, el Niño Jesús y la Virgen Niña, San Juanitos…; pero también, en entornos profanos o costumbristas, son pilluelos harapientos o mendigos, en actitudes cotidianas de comer o jugar, que a pesar de todo infunden optimismo y alegría, el triunfo de la vida sobre el dolor, contagiando un rayo de esperanza que inunda el lienzo. Muchas veces la aparición de los niños como figuras secundarias no se explica en virtud del carácter de la composición, es gratuita, por el mero placer de mostrarlos, y revela un profundo interés del artista, sin parangón en la pintura española coetánea.

Siempre quedará la razonable duda de si los rostros de Beatriz de Cabrera o sus hijos nos contemplan desde la mirada de alguna figura femenina o infantil representada en cuadros de Murillo. Nunca lo podremos demostrar. Confieso que siempre he sospechado, y también soñado, que así es.